domingo, 26 de agosto de 2007

Un poco de barroca – y de dudosa calidad literaria – honestidad.

…De pronto me descubro absorto contemplando la foto que está sobre mi mesa de trabajo. Es una foto a la que despojaron del marco y ya no le queda mucho de qué sostenerse, en un sentido tanto literal como figurado. El marco está en otra casa, una casa inexpugnable, y desde ahí, colgado en alguna de sus murallas, luce obligado otra foto con otras gentes.
En la foto original, esa que alguna vez estuvo en el marco y que ahora descansa sobre mi mesa de trabajo, aparece una pareja ataviada a la usanza del siglo XIX. Se observan. Se aman. Y son felices. Son felices con la ingenua felicidad decimonónica de aquellos que todavía creen en los ‘para siempre’, ingenuidad que salta del plano bidimensional de la fotografía para clavarse como estaca en el alma de quien la observa, como queriendo ser un cruel espejo de lo que hasta hace muy poco fui.
Hace muchos años había descubierto que los ‘para siempre’ no existen, sin embargo eso no los convierte en algo menos doloroso. El hecho de saberlo no es un antídoto ni una vacuna contra sus consecuencias. Es como tener a tu abuela enferma de cáncer: aunque sabes de antemano el desenlace, de todos modos lloras cuando éste llega.
Y tan irrefutable como ese viejo axioma de la física que sentencia que ‘todo lo que sube, tiene que bajar’, lo es el hecho de que todo lo que empieza tiene que terminar, o que todo lo que se junta inevitablemente terminará por separarse.
Entonces ya no tiene sentido que esos dos sigan observándose con su cara de bobos, eso sería casi un desafío a las leyes de la naturaleza. Lo mejor es separarlos y ponerlos a observar a cada uno a donde mejor le plazca, o hacia donde más le acomode, y que se lleven su esperanzada ingenuidad a otra parte, otro lugar y otras direcciones a las que mirar, en donde puedan creer, aunque sea por un ratito, en la posibilidad de un para siempre…

“Adiós mi amor, mi cáncer”
H. Müller, casi.