martes, 9 de octubre de 2007

Novela IX


Treinta y ocho.
Si cada día tuviera un olor, los domingos olerían a gris. Claro que esto es una estupidez, ya que los colores, como los días, tampoco tienen olor. Salvo quizás el naranjo, que huele a naranjas. O el rojo, que huele a tomate, o a sandía, o a un tronco quemándose en la chimenea de la gran casa de playa de la infancia. El rojo es el color de la infancia, o al menos de la mía, con todos los olores que se pueden asociar a ese color.
Si cada día tuviera su olor, los domingos de la infancia olerían a kuchen en la casa de la abuela alemana; los domingos de la adolescencia olerían al encierro del viejo cine de la calle Tarapacá; los de la juventud, tendrían el olor del almuerzo familiar en casa de los padres o de los suegros de turno; los de hasta hace poco, olían al café de grano con los huevos fritos del desayuno, olían a tierra mojada y a las manos impregnadas por la savia y los jugos de las plantas y arbustos podados en el jardín, olían al carrete de la noche anterior, a veces olían a cera y lustra muebles, algunos domingos de invierno olían todo el día a cama y pizza con coca-cola, mientras sonaba la cultura entretenida en la TV. Hoy, casi todos huelen a gris. Con matices, es cierto. Pero, al fin y al cabo, gris…

Treinta y nueve.
Entre un domingo y otro: tu cuerpo multiplicado por seis.

Cuarenta.
Todavía hay veces en las que me invade la nostalgia. Todavía hay veces en las que pienso que la veré más tarde. Todavía hay veces en las que al salir de casa, antes de cerrar la puerta, descubro que el dedo pulgar de mi mano izquierda busca en el dedo anular de la misma mano. Todavía hay veces en las que me sorprendo cuando no encuentro el anillo que antes nunca faltó. Y me sorprendo cuando, por un segundo, tiendo a devolverme para buscarlo. Todavía hay veces en las que me siento tentado de tomar el teléfono sólo para saber cómo está, pero ya sé cómo terminaría aquello y para qué escarbar las heridas si de estas cenizas ya no volverá a brotar fuego. Todavía hay veces en las que me estrujo el seso pensando en que la mayoría de las personas lucha toda su vida y se conformaría si al final consiguiera sólo un décimo de lo que ahí tuve, y yo, que lo tuve todo, fui incapaz de permanecer. Es fácil confundirse en la comodidad de una vida relajada, en la certeza del amor del otro, hasta llegar a tranzar y olvidarse de los motores originales, apoltronándose en el mullido aburguesamiento del saberse amado. Pero cuando se ha ido lo importante, nada de eso es suficiente.
Y hubiera sido más sabio evitar los torbellinos, las conversaciones mutuamente inquisidoras, la dureza y el filo de palabras dichas sin pensar, palabras de las que me arrepentí aún antes de terminar de decir, pero que ya se habían instalado como marco ineludible para lo que continuaba de la conversación. Y aunque había que dejarlo todo lo suficientemente claro, cerrando cualquier puerta o ventana que estuviera entre abierta, hoy corroboro que su premisa, don Tomás, es absolutamente falsa, inhumana y fascista, puesto que ningún objetivo justifica medios injustos ni cuchilladas a traición.
Creo que empiezo a sonar con la autocomplacencia de un libro de auto ayuda, qué asco…
… Pero, ay, caray, es domingo y es inevitable.
Sólo sé que, si pudiera, me tragaría los kilómetros y kilómetros de palabras mal dichas, una por una, quizás así hubiera escuchado su voz al otro lado del teléfono el día de mi cumpleaños y no tendría que haberme conformado con un escueto mensajito de texto del que ni siquiera entendí el final, pues a pesar de que el camino transitado ya es historia, no deja de parecerme cruel que tengamos que resumirla en los 160 caracteres que permite el celular… 16 letras por año, ¿ese es el saldo final?
00:06, ya es lunes. Me voy a dormir.

Cuarenta y uno.
Escribir esta pseudo novela es mucho más barato que un psicoanalista. Y más cómodo, pues no necesito pedir hora…

Cuarenta y dos.
Y me acuesto acompañado de tu olor y con el peso de tu cuerpo que aún se dibuja sobre mi cama, es casi como dormir contigo.