viernes, 23 de noviembre de 2007

Traición.

Hay una sombra
Que me acecha
Que me ronda
Atenta y peligrosa
Con la espada desenvainada
Guerrera asertiva
Clavando aquí y allá
En el punto débil
En el punto exacto
A traición
Y por la espalda
Sin dar la cara
Ni dejar señales
Cubierta de pasa montaña
Y con las manos enguantadas
Sin nombre ni apellido
Ni domicilio conocido
Sin motivo plausible
Sin contrato ni previsión
Fantasma por amor al arte
Y sin esperar recompensa
Sicario de los pactos establecidos
De los que tiran piedras
Y esconden la mano
De los que tiran bombas
Sin declaración de guerra
Ni mediar provocación
De los que aprietan el botón
Y se van a dormir la siesta
Sin culpas ni remordimiento
De los que aprovechan la oscuridad
El sueño profundo
La aparente calma
Los brazos caídos
La mirada distraída

No es más que aire lo que se interpone entre nosotros
Algunos metros
O cuadras
Quizás kilómetros
Pero
Al fin y al cabo
Tan sólo eso
Aire
Propongo acortar la brecha
Propongo sentarnos uno frente al otro
El hombre y la sombra
Separados sólo por un par de cervezas
Y el cenicero que se irá llenando a medida que hables
Sólo quiero escuchar
Escuchar los por qué
Y después de entender
Tal vez te deje ir
O tal vez te saque de un ala por la puerta trasera del bar
Para devolverte a las sombras
De las que nunca debiste salir

Novela XV

Sesenta y tres.
Hoy es uno de esos extraños días en los que no ocurre nada de lo que debiera y esperas que ocurra. Y aunque, para ser honesto, no tengo idea de qué es lo que esperaba, es un día que desde hace meses estaba marcado en rojo en el calendario. Un día esperado, aunque temido. Imaginé cientos de panoramas distintos, pero definitivamente ninguno era lo que fue. En ninguna de mis proyecciones había manos brujas entremedio. En ninguna el diablo metía la cola. Es injusto que todos los esfuerzos por mantener la cordialidad sean borrados de un brochazo por quién sabe qué motivos, por quién sabe qué estúpido ocioso sin nada mejor que hacer.

Sesenta y cuatro.
Auto retrato de día jueves a las 03:00 am. Me afeito cada cuatro o cinco días. Me fumo dos cajetillas al día: una de cigarros fuertes, ojalá negro y sin filtro, y otra ligth para ir matizando. Una parte importante de mi presupuesto lo invierto en cerveza. Escucho buena y mala música indistintamente, pero jamás las canciones de moda. Con suerte lavo los platos sucios cada dos días. Tengo el teléfono cortado y en el resto de las cuentas dice “corte en trámite”. Ya no me molesto en prender la tele, porque la costra de polvo hace imposible distinguir si el que habla es Camiroaga o el Rafa Araneda. El cubre piso tiene tantas manchas y quemaduras de cigarro como lunares hay en tu cuerpo. El tarro de café me dura una semana. Ando todo el día a pata pelá y sin camisa. No consumo drogas ni voy a casas de putas: jamás he pagado por sexo. Soy ateo e izquierdoso hasta la médula. Soy porfiado y despierto hablando incoherencias. Despierto después del mediodía cuando no duermes conmigo. Prefiero dormir contigo. Despertar contigo. Almorzar contigo. Me enamoré.

Sesenta y cinco.
El año 22, Joyce convirtió en epopeya la capacidad del hombre de lograr sobrevivir y sobrevivirse durante todo un día. Hoy, casi cien años después, te subes a un taxi a miles de kilómetros de Dublín, y respiro profundo mientras lo veo alejarse: recién comienza la odisea de sobrevivir a los próximos dos días sin verte.

Sesenta y seis.
Ya lo dijo Bukowski: “no es bueno no escribir / pero tratar de escribir / cuando no puedes es / peor.” A las cinco de la mañana ya no se para qué insisto. Mejor me termino el vaso y me duermo escuchando a Charly.

Sesenta y siete.
La noche se muere de sed y de falta de humo. Me acuesto y por la ventana trato de ver el escaso trozo de cielo que permiten los céntricos edificios, para así darle las buenas noches a la agónica noche. Viendo el cielo, imagino viajeros estelares posándose sobre una estrella que se apagó hace miles de años, para estudiar su composición y descubrir de qué están hechas la muerte y el olvido. Pienso en los astronautas que acaban de bajar de su cápsula espacial y se emborrachan con nostalgia mientras recuerdan las estrellas de las que vienen, escudriñando el cielo en busca de los planetas por los que paseaban, recordándose esquiando por las montañas de la luna. La nostalgia es inherente al ser humano: complejo de Arcadia, el regreso al Edén, al paraíso perdido, al todo tiempo pasado fue mejor. Patrañas: lo mejor está bajo las narices, o entre las sábanas, o a la vuelta de la próxima esquina. Mientras cierro la cortina veo el anillo que dejaste olvidado en la tarde. Por un segundo siento la tentación de lanzarme hacia la calle y aprovechando la oscuridad de la noche, llegar hasta tu ventana para entrar por ella a dormir contigo…

Sesenta y ocho.
Para la gripe: sopa de pollo.
Hielo para la hinchazón.
Leche tibia para dormir bien.
Ciruelas para la digestión.
Para la fiebre: paños húmedos.
Factor 15 para el sol.
Para el insomnio hay pastillas.
Hay jarabes para la tos.
Para la soledad: un buen escote.
O quizás masturbación.
Un café después de almuerzo.
Para el postre: un revolcón.
Agendas para no olvidarse.
Para el olvido: vino o ron.
Hay secretos para todo, menos para poder meterse en la cama cuando no estás. Doy vueltas como satélite en mi pequeño universo del parque forestal: león enjaulado en esta hora maldita…

Sesenta y nueve.
Buen número.
Buen año.
Buena cosecha.
Con treinta y ocho encima, estás como quieres.